Cuando Olimpia de Gouges escribe en 1791 su Declaración de derechos de la mujer y la ciudadana, la empieza dirigiéndose a “las madres, hijas, hermanas”, es decir, deja claro que las que la revolución había olvidado eran definidas no por sí mismas sino por su dependencia de los hombres. Aunque mucho han conquistado las mujeres desde entonces, me temo que todavía sigue presente la construcción de ese imaginario que, en el mejor de los casos, sigue generando una violencia simbólica y, en el peor, ya lo sabemos, un maltrato permanente de aquellas a las que sus compañeros varones solo desearían ver atadas a la pata de la cama. Sigue habiendo mucho de esa construcción simbólica en como todavía hoy, siglos después, seguimos entendiendo a las madres, mucho más en un momento en el que hay un peligroso rebrote esencialista y donde para algunos sectores el hecho biológico se convierte en una suerte de paradigma diferenciador que, lejos de dar lugar a mecanismos garantistas de la igualdad, trata de justificar viejas medidas paternalistas. Pensaba en todo esto al terminarme la última novela de Rosario Izquierdo, cuyo título realmente debería ser La madre zurda, porque lo que en ella nos encontramos, más que la historia de un hijo, es el retrato de una mujer a la que vemos luchar contra los barrotes de la jaula. Después de su magnífica Diario de campo, en la que la escritora onubense se adentraba en un tipo de novela que escasea en nuestro país, la que tiene un hondo compromiso social sin caer en lo panfletario, en este libro Izquierdo vuelve a presentarnos unos personajes tan auténticos que casi podemos olerlos, como podemos oler los lugares que habitan, las calles que recorren o las emociones que sienten. Y todo ello lo hace atravesado por una mirada feminista, que transversalmente recorre el relato y que nos recuerda sin estridencias que estamos leyendo las páginas de alguien que no puede separar currículum y vitae.
El hijo zurdo, más allá de la historia de un joven que transita por caminos que le joden la vida, es la del proceso de una mujer que no sin esfuerzos se va liberando de los papeles asignados, que asume la ruptura con un modelo ajustado a las expectativas de género, que titubea ante los espacios de libertad que conquista y que, pese a su habitación propia conquistada, sigue arrastrando el peso de la culpa. La responsabilidad gigantesca de la madre imperfecta. La que ya se presagiaba en las correcciones que de pequeña recibía para que escribiera con la derecha. Hay pues en el relato de Lola, la protagonista, mucha de la carga vivencial que recientemente leía en la novela de Laura Freixas, A mí no me iba a pasar, es decir, de esos procesos vividos por muchas mujeres que han pasado por el aro y a las que luego se les haya muy cuesta arriba llevar el timón de sus días. Entre otras cosas, porque les ha resultado imposible desprenderse del todo de una mochila cargada de piedras que fueron amontonado desde que eran unas niñas. En ambos casos, en el de Laura y en el de Lola, las dos hacen de la literatura su campo de batalla, pero también es cierto que sus relatos, en el fondo y en la forma, acaban transitando por caminos completamente distintos. Y en ambos caso, en cuanto lector hombre, no dejo de cuestionarme dónde estamos nosotros, dónde están los padres, qué felices hemos sido en nuestro trono de privilegios.
El hijo zurdo, que está escrito con el pulso ético de quien es una escritora sin torre de marfil, es una de esas novelas que se te quedan agarradas, como los olores de esos guisos que Rosario Izquierdo describe, como las miradas que imaginamos entre las mujeres que se encuentran. Sororidad que se puede también oler. Y cuando se llega al final, en el que quizás, como en un bucle, no hacemos sino volver al principio de todo, cerramos el libro habiendo descubierto que todas las madres son zurdas. La mía también. Y es imposible no soñar con un mundo de hijos zurdos y sin cabezas rapadas. En el que la lotería de la bondad deje paso a la posibilidad de una imperfecta armonía. Y en el que al fin, mea culpa, los hombres nos hagamos presentes sin necesidad de dar un puñetazo en la pared.