En un momento global en el que las guerras de género han puesto el foco en los derechos de las mujeres y en los de quienes desafían las estructuras binarias y heteronormativas sobre las que sustentó una incompleta Modernidad, es más necesario que nunca ser conscientes de que habitamos un ecosistema en el que los derechos de unos y de otres guardan siempre un inestable equilibrio. Que no es posible vivir en una burbuja que nos devuelve la imagen retocada de nuestra felicidad narcisista en un mundo en el que todavía hoy ser gay, lesbiana o trans es un factor de riesgo. Que cuando se quiebra la igualdad y los derechos humanos en cualquier parte del planeta es la dignidad común la que sale mal parada, por más que nosotros, algunos privilegiados, vivamos en ciudades donde el 28 de junio es posible bailar luciendo pectorales esculpidos y tangas de colores. Unas obviedades que hoy lo son menos cuando en las redes sociales, en algunos parlamentos o incluso en los espacios donde escuchamos voces supuestamente progresistas y hasta feministas, nos topamos con discursos esencialistas y voluntades que parecen no haber entendido que nunca reconocer derechos para quienes no los tienen implican restarlos al resto. Unos argumentos que han alcanzado sus expresiones más humillantes en lo que en estos años se está diciendo en torno a las personas trans y a una ley, que con sus luces y sombras, no ha hecho sino avanzar en el sentido común de la autonomía y en la superación, incompleta y hasta tímida me atrevería a decir, de un marco binario que resulta insuficiente para incorporar la vasta y compleja realidad de lo humano. Si a lo anterior añadimos las carencias de un sistema educativo que no acaba de tomarse en serio ni la igualdad ni mucho menos las disidencias, tenemos la suma perfecta no solo para negar derechos sino también para ponerle la alfombra roja a las opciones políticas que, con la ayuda de algunos dioses, pretenden restaurar aquellos tiempos en que las casas estaban llenas de armarios. Es evidente que también en este caso la falta de memoria democrática juega a favor de quienes no creen en la democracia.
Vivimos tiempos pues en que necesitamos más que nunca superar la tentación de la melancolía, desarrollar capacidades para tejer alianzas y puentes entre quienes compartimos un sentido emancipador de la dignidad, evitar las derivas punitivistas y moral-pedagógicas en que parecen haberse instalado determinadas lecturas de los cuerpos y las sexualidades. En definitiva, urge politizar no solo un día sino todo un movimiento que parece haber olvidado que estamos hablando de una cuestión de ciudadanía. Esa que en el constitucionalismo contemporáneo forjó una elite de varones cisheteronormativos y que todavía hoy, a estas alturas del siglo XXI, pide a gritos ensancharse para que quepan en ella todos los “monstruos” que ni la Medicina, ni el Derecho, ni las Religiones han conseguido afortunadamente domesticar.
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Marcha del Orgullo en Budapest en 2022. MARTON MONUS (REUTERS)