Hace dos marzos que nuestras vidas quedaron en suspenso. Como si hubiéramos entonces abierto un paréntesis que todavía hoy no podemos cerrar. Desde entonces, y después de tantas pérdidas y miedos, de tanta angustia y de tanto caminar por el hilo de lo incierto, no sé si hemos aprendido alguna lección o si, por el contrario, todo lo vivido no ha hecho sino enrocarnos en nuestras burbujas desde las que es tan difícil, por no decir imposible, entender otras lenguas, tender puentes, empatizar. Es decir, no sé si la pandemia nos ha hecho mejores y más sabios traductores, o si por el contrario nos ha reducido a la mísera perspectiva que cada cual ve desde su balcón.
Hace dos años, cuando a los ecos del 8M ya le pisaron los talones el virus y los fantasmas, nos vimos obligados a parar y a sentir que el paradigma de la autosuficiencia no es más que un burdo pretexto para políticas que no piensan en lo común. Quizás nunca como antes, al menos en la historia reciente de nuestro contexto privilegiado de países desarrollados, nos dimos cuenta de la centralidad de los cuidados en nuestras vidas, de la importancia de los servicios públicos universales y de calidad, de los mecanismos redistribuidores de una justicia social que sin igualdad es puro teatro. Pasaron, eso sí, los aplausos de las ocho de la tarde, las emociones primeras y activas generadas por los dolores propios y ajenos, y en su lugar se fue instalando, además del temor a no tener nada cierto en las agendas, cierta pereza, un malestar paralizante y un deseo adolescente de ir buscando, entre las sombras, el hueco por el que escapar siquiera momentáneamente de las limitaciones. Todas y todos enfermos del alma.
Hace dos marzos no estábamos ni tan cansados moralmente ni tan entregados a la terrible sensación de que apenas somos motas de polvo que mueven los virus, los expertos y los poderes salvajes que nos controlan. Como si todas y todos estuviéramos danzando, como esos bailarines orientales que giran y giran con sus amplias faldas, a la espera del veredicto de un jurado de expertos digno del BenidormFest. En cada uno de los giros, hemos perdido vidas y vida. Y lo que es peor aún, para quienes tenemos la suerte de seguir aquí, el rugido feroz de la esperanza como energía política transformadora. La que nos hace avanzar y al mismo tiempo no ser presas ni de la nostalgia ni de salvadores. La que es prima hermana de la imaginación y la utopía.
Hace dos años, cuando se interrumpió la primavera y llegamos más vulnerables que nunca a un verano que se nos antojaba como el fin de la película, hubiera sido el momento oportuno para que empezáramos a darnos cuenta de que en la democracia la felicidad solo puede ser política. Y de que la precariedad es la señal inequívoca de nuestra naturaleza humana, la cual nos hace tan cercanos al resto de seres vivos a los que siempre contemplamos con la mirada del que domestica o del que depreda. Y de que la solidaridad debe ser no solo una virtud ética sino también uno de los ejes de acción de los poderes públicos. Y de que la libertad sin la igualdad es un arma siempre a favor de quienes más tienen. Y de que tal vez ha llegado el momento de cambiar las prioridades de nuestras vidas y de colocar en el centro de nuestra militancia la lucha contra todos los que pretenden tratarnos como medios y no como fines.
Hace dos marzos, cuando ni siquiera adivinábamos las mascarillas ni mucho menos las vacunas, pensamos, ilusos, que cabía hacer la revolución desde los balcones. Hoy deberíamos haber despertado del sueño, ojalá también de la pesadilla, y habernos dado cuenta de que solo bajando a las calles y las plazas será posible hacer de la utopía el motor de nuestra vida en común.
* Publicado en el número de marzo de 2022 de la revista GQ